Un frío día de enero de 1927, Bruselas amanecía triste. En su castillo de Bouchout había fallecido una anciana dama a la que, desde nobles y políticos hasta gente anónima, quisieron honrar con su último adiós.
El cuerpo sin vida de la que un día fuera flamante emperatriz de México, que descansaba sobre un lecho de flores, fue velado en la Cámara Imperial del castillo por su familia. Atrás dejaba una vida de desdichas, en la que brilló sin embargo, una corta pero intensa etapa. Fue su papel como Emperatriz de México el que asumió con mayor alegría y responsabilidad, y con el que se ganó el cariño de un pueblo al que amó sinceramente.
Emperatriz
Cuando la princesa María Carlota Amelia Augusta Victoria Clementina Leopoldina de Sajonia-Coburgo-Gotha nacía en la corte de Bruselas el 7 de junio de 1840, sus padres, los reyes belgas, poco imaginaban que su única hija llegara a ser emperatriz de un reino al otro lado del Atlántico. Leopoldo I y Luisa María de Francia tuvieron, además de Carlota, tres hijos varones, el futuro rey Leopoldo II de Bélgica, el conde de Flandes, Felipe, y otro niño que falleció pocos años después de nacer.
La infancia de Carlota transcurrió feliz en la corte belga hasta la muerte prematura de su madre, a la que se la llevó la tuberculosis cuando la pequeña princesa tenía apenas diez años. La condesa de Hulste intentó compensar la pérdida dando a Carlota todo el cariño posible. Tanto la condesa como el rey Leopoldo I, velaron por su educación, para que fuera la misma que recibieran sus hermanos.
El rey no quería que su hija terminara siendo una princesa bonita y poco más, sino que se preocupó porque aprendiera cuestiones políticas, diplomáticas, geografía, idiomas, y todo un amplio abanico de disciplinas que la prepararían para ser una gran dama. Carlota no defraudó a su padre, ya en esos años de formación, en los que la princesa se volcó de lleno en sus estudios, pasando horas leyendo, sin olvidar tampoco su devoción religiosa.
Ella eligiría a su marido
Con dieciséis años, la princesa Carlota de Bélgica se había convertido en una de las damas de la realeza más admiradas de Europa. Pronto los pretendientes empezaron a llamar a su puerta, pero Leopoldo I respetó la voluntad de su hija. Sería ella la que elegiría a su futuro marido. El elegido, en el que se fijó y enamoró desde el primer momento, fue Maximiliano de Habsburgo, hermano pequeño del emperador Francisco José de Austria.
La boda se celebró en el verano de 1857 en el Palacio Real de Bruselas y Carlota permaneció un tiempo en la corte de Viena hasta que en septiembre se trasladó con su marido a Milán. Meses antes, en febrero de ese mismo año, su hermano el emperador Francisco José, le había nombrado Virrey de Lombardía-Véneto.
En su nuevo destino, Carlota se afanó por ganarse el cariño de los italianos, realizando obras benéficas, impulsando la creación de escuelas y velando por los más necesitados. Su labor no fue suficiente para paliar los sentimientos anti austriacos de los habitantes del reino de Lombardía-Véneto mientras que Maximiliano estaba atado de pies y manos, sin poder tomar demasiadas decisiones, pues era su hermano quien, desde Viena, asumía buena parte del poder. En 1859, su etapa como virreyes terminaba. Carlota y Maximiliano se trasladaron a vivir al Castillo de Miramar, cerca de Trieste, donde permanecieron en un exilio dorado hasta que se les asignó un nuevo destino.
Proyecto de Ultramar
A instancias de una junta de Notables mexicanos, la pareja aceptó el reto de asumir el trono de México para intentar solucionar la inestabilidad política que asolaba el país. Maximiliano y Carlota, cansados de no tener un papel activo en su vida, aceptaron sin dudar el proyecto de Ultramar. Para Carlota, quien convenció a su marido de aceptar su nuevo destino, aquella era una “misión divina”.
El entusiasmo de la pareja desapareció nada más llegar a Veracruz, donde atracó la fragata Novara el 28 de mayo de 1864. Allí, la hostilidad y frialdad del pueblo fue premonitoria de un futuro poco halagüeño. Sin embargo, los nuevos emperadores, coronados en la Catedral de Ciudad de México el 10 de abril de 1864, no desfallecieron.
Instalados en el Castillo de Chapultepec, la nueva emperatriz Carlota de México empezó a trabajar para la construcción de servicios e infraestructuras que mejoraran la vida de sus nuevos súbditos. Sin querer quedar al margen de las cuestiones políticas, Carlota aprovechó las ausencias de su marido, quien empezó a viajar por el interior de su nuevo imperio, para asumir con determinación el papel de regente, tomando sin vacilar las riendas del poder.
Carlota se puso manos a la obra impulsando nuevas infraestructuras ferroviarias y de transporte a vapor; mejoró los sistemas de telégrafo y mandó construir el Paseo de la Emperatriz, en la capital mexicana, conocido en la actualidad como Paseo de la Reforma. Fundó un conservatorio de música y una academia de pintura.
Junta Protectora de las Clases Menesterosas
Preocupada por los más desfavorecidos, Carlota trabajó para mejorar las condiciones laborales de los indígenas, prohibiendo los castigos corporales y el trabajo infantil. También veló por su educación, creando guarderías, asilos, escuelas y promocionando un sinfín de obras de caridad. Gracias a ella, se promulgó una ley de instrucción pública que garantizaba la educación primaria gratuita y obligatoria para toda la población.
Fundó así mismo, la Junta Protectora de las Clases Menesterosas, con la que pretendía proteger a los indígenas. Ferviente católica, Carlota trabajó también para mejorar las relaciones entre el clero mexicano y el nuevo estado imperial.
Carlota se preocupó por conocer a sus nuevos súbditos, hablando su mismo idioma y vistiendo con trajes tradicionales. Viajó a distintos lugares para conocer las raíces históricas mexicanas y se acercó al pueblo, el que pronto la admiró y del que se ganó su cariño sincero. Los líderes indígenas eran invitados a las cenas de palacio, recibiendo el respeto de la soberana.
Así lo cuenta la crónica Advenimiento de SS. MM. II. Maximiliano y Carlota al trono de México publicada en 1864: “Concluida la ceremonia religiosa, volvieron SS. MM. al palacio, en donde tuvieron lugar las felicitaciones mas respetuosas. Allí hablaron afectuosamente SS. MM. a cada una de las personas visitantes, y fue de notarse una circunstancia que llamó altamente la atención. S. M. la Emperatriz habló detenidamente con dos alcaldes indígenas de los pueblos de Amatlan y Calcahualco, preguntándoles sobre los ramos que forman la riqueza de sus respectivos pueblos, y contestaron estos tan satisfactoriamente y en términos tan breves y concisos, que S. M. los designó para que asistieran a la mesa de ese día, haciéndoles conocer que eran dignos de tal preferencia”.
Con tristeza, pero sin odio
A pesar de todos los esfuerzos de la emperatriz por construir un nuevo imperio, las fuerzas opositoras y el abandono de las tropas francesas que en un principio habían apoyado el proyecto imperial mexicano, terminaron por dinamitarlo. Carlota, que no estaba dispuesta a rendirse, puso rumbo a Europa para intentar recuperar los apoyos perdidos. Poco imaginaba que ese viaje sería solamente de ida. La emperatriz se presentó ante Napoleón III, Francisco José e incluso el Papa Pío IX, pero nada pudo hacer. Desesperada, en Roma sufrió un ataque de nervios, por lo que el Pontífice, preocupado por su salud, le ofreció cobijo en el Vaticano, convirtiéndose en la primera y única mujer en dormir en la sede papal.
La frágil salud mental de Carlota de México se truncó definitivamente cuando recibió la noticia del fusilamiento de su esposo a manos de sus enemigos, el 19 de junio de 1867.
Declarada demente por los médicos, desde entonces, y hasta el final de sus días, la que fuera emperatriz de un imperio, pasó el resto de sus días encerrada y vigilada por los suyos, en una larga condena que se alargaría hasta los ochenta y seis años. En su lecho de muerte, la emperatriz Carlota de México suspiró: “Dios quiera que se nos recuerde con tristeza, pero sin odio.”