Después de que terminamos de confesar nuestros pecados, el sacerdote nos asigna una penitencia específica. El Catecismo de la Iglesia católica dice lo siguiente: “[La penitencia] puede consistir en oración, donación, obras de misericordia, servicio a los demás, privaciones voluntarias, sacrificios y, sobre todo, la aceptación paciente de la cruz que debemos llevar” (CEC, 1460).
San Juan Pablo II nos recuerda que las penitencias que los fieles reciben en la confesión “son el signo del compromiso personal que el cristiano ha hecho con Dios en el sacramento para comenzar una nueva vida”. Por tanto, no deben reducirse a meras fórmulas que deben recitarse, sino que deben consistir en actos de culto, caridad, misericordia o reparación.
En otras palabras, debemos realizar la penitencia señalada con reverencia y espíritu de ferviente oración. Porque la realización de la penitencia es una ruptura deliberada con el mal. Al hacer nuestra penitencia, activamente le damos la espalda al pecado y nos encaminamos hacia la santidad.
Una penitencia demasiado simple
“A menudo, la penitencia dada en el confesionario por el sacerdote católico consiste en recitar ciertas oraciones familiares; por ejemplo, rezar el avemaría una cierta cantidad de veces. Esta penitencia nominal alcanza un estatus meritorio más allá del que su simple ejecución puede merecer, debido al mérito sobreabundante del sacrificio salvífico de Cristo, que el sacramento de la penitencia imparte al cumplimiento de una penitencia prescrita".
"Con la penitencia que hagas, no estás recomprando las buenas gracias de Dios. No son ustedes los que pagan por la absolución que han recibido. El mismo Jesucristo pagó ese precio cuando murió por nosotros en la cruz”.
Castigo y curación espiritual
La penitencia que recibimos es un privilegio; nos ayuda a configurarnos con Cristo.
A través del don de la penitencia sacramental, la persona puede iniciar el camino de regreso al Padre, pues la penitencia no solo pretende ser un castigo, sino también una curación. “Liberado del pecado, el pecador aún debe recobrar perfecta salud espiritual” (CEC, 1459).
Al realizar nuestra penitencia, reparamos el daño causado por el pecado, pero también “restablecemos los hábitos propios del discípulo de Cristo” (CIC, 1494).
¡Y Dios está deseoso de aceptar nuestra penitencia completa, como un medio adecuado para recuperar una estrecha amistad con él!