En enero del año del Señor de 1524, el día 15 de enero, salían de Sanlúcar de Barrameda doce frailes de la Orden de san Francisco, enviados por el papa Adriano VI y por el emperador Carlos V a evangelizar a los naturales de la Nueva España.
Cuatro meses más tarde llegaron a Veracruz los frailes Martín de Valencia, Francisco de Soto, Martín de Jesús, Juan Suárez, Antonio de Ciudad Real Toribio de Benavente (más tarde conocido como “Motolinia”), García de Cisneros, Luis de Fuensalida, Juan de Ribas, Francisco Jiménez, Andrés de Córdoba y Juan de Pablos.
Aunque en 1523 ya habían venido otros tres frailes de origen flamenco, entre ellos fray Pedro de Gante, se considera que ese mes de mayo, el día 13 para ser exactos, se dio comienzo a la evangelización regulada de América. Fue tal el celo de estos doce frailes que la historia los conoce como “Los doce apóstoles de México”.
Entender sus antigüedades
De Veracruz hicieron el camino descalzos y sin provisiones, viviendo de limosna y dejando, a su paso, un testimonio de austeridad y pureza de intención, llegaron a la recién nombrada capital de la Nueva España, la Ciudad de México, erigida sobre las ruinas todavía humeantes de la gran Tenochtitlan.
De inmediato buscaron intérpretes que pudieran traducir sus palabras al náhuatl para reunirse con los sabios o "tlamatinimes" indígenas y no imponer sobre ellos el Evangelio, sino conocer a través de diálogos y coloquios, su manera de pensar, de sentir, de entender su relación con la divinidad, sus ideas sobre la trascendencia del alma y de la finitud del cuerpo.
Estos diálogos, verdadero documento de sabiduría y entendimiento entre dos visiones del mundo, fueron recogidos unos años más tarde por otro misionero franciscano ejemplar, fray Bernardino de Sahagún y sus colaboradores indígenas egresados del Colegio de la Santa Cruz: Antonio Valeriano de Azcapotzalco, Alonso Vegerano de Cuautitlán, Martín Jacobita y Andrés Leonardo de Tlatelolco, “y otros cuatro ancianos muy entendidos en todas sus antigüedades”.
Darle el lugar al vencido
Quizá como nunca en la historia humana, estos diálogos o “coloquios” se han dado “entre quienes se ostentan como depositarios, por una parte, de las creencias y el saber de los vencedores y, por otra, de los conocimientos y tradición de los vencidos”, según lo subraya en el estudio introductorio del texto sahaguntino (¿Nuestros dioses han muerto? Confrontación entre franciscanos y sabios indígenas. México 1524) don Miguel León-Portilla.
Los coloquios entre los indígenas y los franciscanos alcanzan puntos emocionantes, sobre todo cuando se plantea el nombre de Dios (que siete años más tarde será retomado en el diálogo de Santa María de Guadalupe con Juan Diego). Los misioneros encuentran que los indígenas reconocen al “verdaderísimo Dios por quien se vive, al dueño del cerca y del junto”. Y a partir de su lenguaje los conducen al reconocimiento de la verdad (y también abogan por el alejamiento de sus idolatrías).
En otras palabras, estos diálogos, lejos de imponer un modelo cristiano de nombrar a Dios, se adaptan a la cosmovisión náhuatl y llegan a convencer a quienes están apesadumbrados porque sus dioses habrían desaparecido, logrando con ello y con su testimonio de pobreza y amor por los indígenas penetrar con el Evangelio en sus corazones.
De hierro a hierro
Con estas y otras múltiples “conquistas” (la del alfabeto, la de la educación, la de la salud) los doce franciscanos lograron contener los excesos que se estaban cometiendo, como “botín de guerra” por parte de soldados y encomenderos en contra de los indígenas. Un asombroso “milagro” si es visto desde la lógica de vencedores y vencidos: el hecho de que apenas un puñado de misioneros lograron la conversión al catolicismo de cientos de miles de naturales.
Más si se cae en la cuenta que en el mismo barco en el que llegaron a Veracruz los franciscanos entraba en territorio de la Nueva España el hierro real, enviado desde España, para marcar ignominiosamente a los indígenas esclavos como si de ganado se tratara (en la nalga, pierna, brazo o rostro). A este mecanismo de horror se le llamaba “hierro de rescate”. Los misioneros, por su parte, los rescataron para Cristo por el hierro candente del amor al prójimo.